“Aprendemos a amar no cuando encontramos a la persona perfecta, sino cuando llegamos a ver de manera perfecta a una persona imperfecta”. Sam Keen
Podría parecer que amar es una
emoción natural para los seres humanos. Todos, sin excepción, nos pensamos
posibilitados para dar y recibir amor, pero ¿te has puesto a pensar si
realmente es así?
En lo particular, creo que no es
así, creo que durante generaciones y generaciones hemos sido educados para temer y enfrentarnos al otro en
lugar de para amarlo. Sobre todo en nuestro mundo occidental desde muy pequeños
se nos educa para compararnos con los otros y disociarnos y competir con ellos,
no para verlos como semejantes.
Te lo demuestro: Desde pequeños
se nos dice que los extraños son malos y que no debemos acercarnos a ellos ni
hablarles, en la escuela se nos enseña a competir con los demás por una calificación
no a hacer equipo con los otros, más tarde, se nos dice que los amigos son
malas influencias en nuestra vida, de adultos se nos dice que el mundo laboral
es una carnicería que sólo gana el más apto.
Las religiones, que deberían
predicar el amor, no importando a cual pertenezcas, dicen que hay pueblos
elegidos por Dios y otros que no lo son. Que solo hay un Dios verdadero y que
los que no creen en él son impuros, enemigos, pecadores, etc. Se nos dice
también que nuestra cultura es la correcta y que las costumbres y formas de
otros pueblos son bárbaras, salvajes, equivocadas. Se nos induce a creer que tu
sexo define tu poder y supremacía, por ello las mujeres son “inferiores” y los
hombres “superiores”. ¿Cómo podríamos amar a alguien que no es igual a
nosotros?
Con todos esos condicionamientos de diferenciación aprendemos a temer,
despreciar y juzgar a los otros en lugar de amarlos. Aprendemos a desconfiar de
lo que son y, desde luego, a separándonos de ellos. Con ese sentido de separación surgen las mayores aberraciones humanas: El
racismo, la violencia de género, las matanzas de “limpieza y purificación” como
las guerras santas, cruzadas y el holocausto, la idea de que es adecuado que
unos posean riquezas sin fin y otros no puedan cubrir sus necesidades básica, etc.
¿Cómo podrías amar a alguien? ¿Cómo
podrías siquiera confiar en alguien que no es como tú? Desde nuestra cultura de
separación, no es posible. Por eso muy
pocos saben realmente amar y por eso tenemos
tantos conflictos entre todos. Porque para amar se requiere confiar en el otro,
verlo como semejante, sentirnos parte de él y valorar su existencia. Desde
nuestra perspectiva de diferenciación llamamos “Amor” a muchas cosas que no lo
son: A las dependencias, la utilización y abuso, la conveniencia, la tolerancia,
etc.
Quizá la única etapa en que nos
permitimos amar incondicionalmente es la infancia, cuando estamos recién
llegados a este mundo y aún no hemos
aprendido las diferencias que nos llevan a la separación y mientras no lo hagamos,
seguirá siendo posible amar y que nos amen.
Para aprender a amar entonces,
debemos abandonar todos nuestros condicionamientos sociales, regresar a nuestra
condición infantil de sabiduría innata que nos impide ver dualidades y
diferencias. Aprender a ver las similitudes en lugar de las diferencias, las
coincidencias en lugar de los desacuerdos. Eso nos permitirá acercarnos a los
otros y verlos como iguales, pues el amor requiere como primera condición el
ver al otro a la misma altura y con el mismo valor que uno mismo, como si de
una imagen reflejada en el espejo se tratara.
La segunda condición del amor es
la aceptación y apertura genuinas, es saber que aunque tengamos diferencias
podemos hablar de ellas y nadie impondrá su punto de vista, sino que dejaremos
hacer al otro según su conciencia y
puntos de vista, sin juzgarlo y apoyando sus decisiones.
La tercera condición del amor es
aprender a confiar en el otro. Quizá esta es una de las condiciones más
complejas de lograr, pues implica no sólo saber que sus puntos de vista son tan
válidos como los nuestros, sino que a pesar de nuestras diferencias somos capaces
de ayudarnos y protegernos mutuamente. Pues confiar es un acto de fe, de
abandonarnos en manos del otro teniendo la certeza de que no nos hará ningún
daño.
La última condición, pero no menos importante,
es la genuina compasión, ese estado de sabiduría que nos permite acercar el
corazón de uno al corazón del otro sin juzgar, limitar o mentir y que nos
permite entonces dejar de ver la separación entre uno y otro. Es fundirse en
uno solo con la persona amada. Ese momento es justo cuando podemos llegar a
sentir la conexión sagrada que existe entre ambos como miembros de una sola
raza, de una sola conciencia, de un solo corazón y un solo universo.