“Qué pueda ayudar a todos los seres,
y si alguna vez me canso de esta gran obra, que mi cuerpo se destruya en mil
pedazos¨ Plegaria de Avalokiteshvara (Buda de la compasión)
Cada día entablamos sin número de
contactos con los demás seres humanos: con nuestros familiares, vecinos,
compañeros de trabajo, incluso con desconocidos.
En estos contactos actuamos desde
nuestras creencias (y al hablar de creencias no me refiero únicamente a las religiosas sino a las
morales, sociales, políticas, económicas, etc.) sin considerar las creencias de
los otros, las cuales pueden ser similares a las nuestras o totalmente opuestas.
Si las creencias de los otros son similares a las nuestras formaremos con ellos
relaciones y alianzas, pero si son opuestas, los tacharemos de estar
equivocados y trataremos de hacerlos entrar en “razón”, es decir, de hacerlos
pensar y actuar como nosotros.
Hace poco leía una frase que lo
sintetiza perfectamente: Todos pensamos que hacemos lo correcto, de
otra forma no lo haríamos. La misma frase puede aplicarse a genocidas
como Hitler o a personas compasivas como la Madre Teresa de Calcuta. Pensamos y
reaccionamos considerando que nuestro actuar es el correcto y que los demás
deben entendernos, apoyarnos y estar de acuerdo con lo que hacemos porque
tenemos la razón, no puede ser de otra forma. Pero ¿lo es? ¿Siempre tenemos la
razón? Juzga tú los ejemplos…
Lo que puede quedarnos claro con
los ejemplos de Hitler y la Madre Teresa, más allá de la perspectiva moral, es
que, regularmente, nuestra forma de ver la vida se encuentra limitada a nuestra experiencia particular y
que esa forma limitada de ver nuestras acciones y creer en ellas nos genera conflictos con los demás. Pues, de entrada,
todos los demás están equivocados. Pero ¿lo están de verdad? ¿Un individuo en
particular puede poseer la verdad absoluta? ¿Quién entonces la posee? Y sobre
todo ¿Nos sirve de algo tener la verdad absoluta a costa de que todos los demás
estén equivocados?
Si fuera posible que un solo
individuo poseyera la verdad absoluta habiendo tantas otras, pronto nos
daríamos cuenta que no nos sirve de mucho poseerla, pues por más que nos
esforzáramos nunca lograríamos hacérsela creer a todos. Quizá, como en el caso
de Hitler, podríamos convencer a varios millones de nuestra verdad, pero nunca
lograríamos convencer a todos. Ni por la fuerza y mucho menos por el
entendimiento. ¿De qué nos serviría entonces poseerla?
Con lo anterior podemos darnos
cuenta de que quizá no sea muy sabio, ni muy divertido, pretender poseer la
verdad absoluta, dando por sentado que todos los demás están equivocados, pues nos impide abrirnos hacia otras
posibilidades de actuación y con ello, crecer. De nuestra capacidad para
abrirnos a la perspectiva de otros depende nuestra evolución como seres
humanos. Lo cual podemos lograr a través de la empatía que nos lleve al
entendimiento y asimilación de las verdades de los otros. ¿No sería acaso mejor
poseer varias verdades que una sola?
Muchos hemos escuchado el
concepto de empatía, es decir, la capacidad que tenemos de poder conectar con
la visión de otros respecto a sus creencias y acciones. Pero ¿realmente la
practicamos? La mayor parte de las veces no lo hacemos. Y no lo hacemos porque
nuestras creencias de lo “bueno y correcto” nos impiden ver desde la perspectiva
de otros. Si de inicio pensamos que están equivocados ¿Qué nos motivaría a
intentar siquiera ver las cosas como ellos las ven?
Por tanto, para poder asimilar la
verdad de otros necesitamos de un ejercicio consciente de empatía que sólo
puede llevarse a cabo a través del genuino interés y compasión por otros, como en el caso de la
Madre Teresa. Si al menos percibiéramos que nuestra visión de la vida es muy
limitada, eso sería suficiente para ayudarnos a entender la perspectiva de otros.
Quizá, visto desde otra
perspectiva, una acción de otro que a simple vista nos parece intolerable, se convierte
en una acción necesaria y viceversa, una actuación nuestra que consideramos correcta, deja de ser
justificada si la apreciamos como otros la observan.
El genuino interés por otros
aunado a la compasión, nos llevaría, por ejemplo, a ir más allá de las
apariencias con las personas y poder entender el porqué de sus acciones sin
juzgarlas a priori.
Mi invitación hoy es a que, antes de juzgar y
descalificar a alguien por sus acciones, trates de comunicarte con él o ella y
trates de entender cuál es su motivación para hacerlo.
Ver la vida como la ven otros quizá en algún momento nos abra a la verdadera compasión.
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